¿Está lejos?
¿Cuánto falta?
El gigantesco gorila interior
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La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo
Muerto muestra la sonrisa de realización,
la apariencia de una necesidad griega
Fluye por los pergaminos de su toga,
sus pies
Descalzos parecen decir:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, enroscados en sí,
Blancas serpientes, uno a cada lado de
Su pequeña jarra de leche ahora vacía.
Ella los ha plegado
De nuevo hacia su cuerpo;
así los pétalos de una rosa cerrada,
cuando el jardín
Se envara y los olores sangran
De las dulces gargantas profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse,
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Oculta bajo su capuchón de hueso,
arrastrando sus vestiduras crepitantes y negras.
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Cierro los ojos y el mundo muere;
Levanto los párpados y nace todo nuevamente.
(Creo que te inventé en mi mente).
Las estrellas salen valseando en azul y rojo,
Sin sentir galopa la negrura:
Cierro los ojos y el mundo muere.
Soñé que me hechizabas en la cama
Cantabas el sonido de la luna, me besabas locamente.
(Creo que te inventé en mi mente).
Dios cae del cielo, las llamas del infierno se debilitan:
Escapan serafines y soldados de satán:
Cierro los ojos y el mundo muere.
Imaginé que volverías como dijiste,
Pero crecí y olvidé tu nombre.
(Creo que te inventé en mi mente).
Debí haber amado al pájaro de trueno, no a ti;
Al menos cuando la primavera llega ruge nuevamente.
Cierro los ojos y el mundo muere.
(Creo que te inventé en mi mente)
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Tócala: no se encogerá como pupila
esta rareza oviforme, clara como una lágrima.
He aquí ayer, el año pasado: palmiforme lanza,
azucena, como flora distinta
de un tapiz en la quieta urdimbre vasta.
Toca este vaso con los dedos: sonará
como campana china al mínimo temblor del aire
aunque nadie lo note o se anime a contestar.
Los indígenas, como el corcho graves,
todos ocupadísimos para siempre jamás.
A sus pies las olas, en fila india,
no reventando nunca de irritación, se inclinan:
en el aire se atascan,
frenan, caracolean como caballos en plaza de armas.
Las nubes enarboladas y orondas, encima.
Como almohadones victorianos. Esta familia
de rostros habituales, a un coleccionista,
por auténtica, como porcelana buena, gustaría.
En otros lugares el paisaje es más franco.
Las luces mueren súbitas, cegadoramente.
Una mujer arrastra, circular, su sombra, de un calvo
platillo de hospital en torno, parece
la luna o una cuartilla de papel intacto.
Se diría que ha sufrido una particular guerra relámpago.
Vive silente.
Y sin vínculos, cual feto en frasco, la casa
anticuada, el mar, plano como una postal,
que una dimensión de más le impide penetrar.
Dolor y cólera neutralizadas,
ahora dejad la en paz.
El porvenir es una gaviota gris, charla
con voz felina de adioses, partida.
Edad y miedo, como enfermeras, la cuidan,
y un ahogado, quejándose del frío, se agazapa
saliendo a la orilla.
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